martes, 30 de noviembre de 2010

Carlo y el sueño que nunca explicó

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A sus 16 años Carlo veía todo desde un punto de vista muy diferente al resto, entre otras cosas porque apenas medía metro treinta y observaba la realidad desde un plano “inferior”. Su delgadez se notaba con más ahínco en las rodillas huesudas que mal sostenían los apenas 35 kilos de niño. Era sorprendente su viva mirada, con los ojos siempre atentos, alerta, muchos le llamaban "ojos de loco" pero la mayoría de sus compañeros hacían más bromas de sus orejas de soplillo. Su padre siempre le obligaba a peinarse con la ralla a un lado, pero él, en cuanto éste se descuidaba, se lo enmarañaba de nuevo.

Entraba siempre triste a su clase y apenas hacía caso a los chistes y bromas que acontecían a su alrededor. Carlo deseaba salir de su mundo, se había dado cuenta del poco sentido de su existencia. Como el resto de sus compañeros suspiraba por Alicia, la flamante chica diez de su clase. Alicia presumía de sus labios carnosos, de su pelo rubio que parecía no terminar nunca, con sus vivos ojos azules nunca perdía detalle de nada, y sus buenas notas siempre contrastaban con las de Carlo al ir de corrido en la lista de apellidos, Alicia Castillo y Carlo Castro, Ca-ca… otro chiste más.

En ese trimestre le tocó estar sentado detrás de ella. Todo el día le venía el dulce olor que desprendía su pelo, su abrigo, su jersey azul de pico que siempre estaba impecable. Alicia cada día competía en llevar la falda más y más corta lo que hacía perder el sentido de todos los chicos del instituto, muchos de éstos se pegaban espejos a los zapatos para tratar de ver algo en algún supuesto desliz pero rara vez conseguían su triunfo.

Carlo no jugaba nunca con los compañeros de su curso, su descoordinación no le permitía jugar a ningún deporte y rara vez sacaba más de un suficiente en gimnasia. Solamente se le daban bien las matemáticas pero no era aplicado, siempre las entendía pero nunca hacía los deberes. Él no se daba cuenta pero andaba, sin darse cuenta, hacia un futuro desastroso.

No había probado el dulce sabor de los labios de una chica mientras que otros muchos de sus compañeros ya habían probado la dulzura de otros sabores más profundos. Sus complejos le hacían inseguro, siempre titubeaba y nunca tenía respuestas inteligentes, a pesar de que lo fuera.

Para él todo eran sumas, restas, ecuaciones, modelos… sin embargo sabría que no era un genio y tenía que convivir con ello. Le gustaba el ajedrez y en ocasiones soñaba con protagonizar los libros de Katherine Neville o Pérez Reverte.

Pasaba las noches colgado de su ordenador, chateando con gente, jugando online y creando personajes falsos que eran la antítesis de él mismo. Robaba fotos, hacía identidades, se inventaba anécdotas y siempre trataba de enamorar a extraños a base de una palabrería segura contraria a lo que era en realidad.

Su padre, que trabajaba como celador en un pabellón municipal, coleccionaba cada noche latas de cerveza a su alrededor y fruto de su descontrol con la bebida Carlo lucía de vez en cuando vendajes y puntos de sutura. Siempre decía que al menos no tenía una hermana porque a saber qué le hubiese hecho a ella. Su madre les abandonó hacía 11 años y él apenas la recordaba, ahora que empezaba a discurrir como un mayor, entendía el porqué de salir huyendo de Santa Eugenia 25, Bajo C. En ese lugar sus abuelos, antes de morir de un accidente, criaron a su padre y sus dos tíos, de los que no sabía nada desde que viajaron a Suecia. Esa noche se durmió con un sentimiento extraño.

El día comenzó como otro cualquiera, pero Carlo, sin embargo, decidió salirse de su ruta habitual. A toda velocidad tomó el camino de la Guardia Civil en vez de tirar hacia el instituto. Pedaleó como si estuviera cometiendo el peor de los crímenes y al acabar la calle de un caballito entró en el camino que llevaba al río. Descendió por el camino de arena sorteando piedras y raíces, estuvo a punto de ir al suelo varias veces pero con una destreza inusitada logró mantener el equilibrio, los ojos le lloraban por el viento en la cara y notaba pequeñas piedras golpeando sus manos. En la orilla paró a coger aire. Notaba el poder de su corazón bombeando nervios y miedo, sabía que le podía caer una buena paliza como se enteraran de que estaba escapando, sus piernas temblaban por el esfuerzo y sus manos por los nervios. La primera clase ya había comenzado. Miró el camino de vuelta y se dispuso a regresar, pero cometió el error de mirar a lo desconocido, y lo deseó.

Tres horas después seguía pedaleando, en sentido contrario a su vida. Había sorteado árboles, se había caído, sangraba por la rodilla, la ropa la tenía rasgada de engancharse con plantas, sus piernas le dolían como si nunca más las pudiera volver a utilizar… sin embargo era la persona más feliz del mundo.

Allí arriba, en lo alto de la colina, tenía todo el mundo para él. Solo necesitaba el valor de ir a cogerlo.
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