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En el cenicero rebosaban las colillas de Lucky. Las cerillas se habían acabado y desde hacía horas Luis se veía obligado a empalmar un cigarrillo con otro, era demasiado orgulloso hasta para pedir fuego. La nube de tabaco inundaba su pequeño despacho de la redacción, el único lugar donde aún se podía fumar, y solamente él. Nunca nadie entraba, nadie se atrevía. Era el despacho de "El Corrector".
Luis había creado un pequeño búnquer de poder, era la mano derecha Marcos, el director del periódico, que, de tanto en tanto, le llamaba y le reunía con un redactor protestón ante los cambios que el despiadado corrector había realizado en su texto. Luis siempre argumentaba con precisión cada palabra cambiada, cada frase movida, cada artículo y cada preposición elegidos, cada coma. Sus correcciones eran perfectas, siempre. Y el texto se volvía carente de alma, perfecto, pero sin el alma que le había otorgado un redactor fantasioso, juguetón de palabras y sentidos. Luis se encargaba con su purismo de hacer un periódico plano y Marcos presumía un día tras otro de un periódico perfecto, sin una errata, el más vendido, y que además llenaba a partes iguales su bolsillo y su orgullo.
Pero un día todo cambió. Un imprevisto provocó que Marcos le pidiera a Luis que escribiera un artículo y esperaba algo perfecto. Luis buscó en su interior y no encontró nada. Nada que ofrecer, nada que escribir, líneas en blanco llenaron una página ilegible, incomprensible. Marcos ni lo leyó, esperó a que el éxito le llegase en la edición papel. Pero todo fueron fracasos ya que el texto defraudó.
Luis perdió credibilidad, perdió autoestima, perdió poder y al final acabó compartiendo su despacho con un becario y hasta acabó teniendo que salir a la calle a fumar.
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