martes, 28 de septiembre de 2010

Cristal, la rosa y la mariposa

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Cristal no era una elfa al uso. A parte de ser espectacularmente bella tenía la habilidad extraordinaria de potenciar los sentimientos de las personas que le rodeaban. Cuando ella estaba feliz contagiaba a los de su alrededor, cuando ella estaba triste todos se ensombrecían, y cuando ella estaba distante todo el mundo miraba con recelo. Pero estos efectos solo se hacían ver en las personas, elfos, magos y enanos.

Un día, normal como otro cualquiera de los doce millones de días que ya había vivido Cristal, vagaba por sus bosques poblados de abetos, cedros, robles, tulipanes y champiñones cuando entre la espesura encontró una roja, fresca, húmeda y centelleante rosa. La flor reinaba en un claro del bosque. Estaba sola, indefensa ante la perversión de cualquier animal deseoso. El sol la castigaba con sus rayos produciendo resplandores por todo el rondo de árboles que la custodiaban.

Se acercó a ella pero al ir a cogerla con la mano derecha notó punzadas en la izquierda, y la sangre comenzó a manar de las yagas que se habían producido mágicamente. Miró a la rosa y ésta le devolvió la mirada. Sintió como una voz le dijo “no lo intentes, no lo vas a conseguir”. Cristal, asombrada, miró alrededor incrédula por lo acontecido, sintió una punzada de indignación ya que ella era sabedora de sus poderes mágicos y no se iba a ver derrotada por una planta. Los árboles dormían pero parecían estar alerta. Volvió a mirar a la flor, ésta se mostraba inerte y sin embargo derrochaba vida.

Volvió a acercar su mano, y esta vez notó las punzadas en la derecha, viendo como de las yemas de los dedos otra vez nacían puntitos de sangre apeló a un hechizo aleteando los brazos. Al lanzar el rayo la flor súbitamente dio un salto y esquivó el hechizo.



Una mariposa, que había sido testigo de todo lo acontecido, voló hasta posarse en los pétalos de la flor. Se hundió en su interior y salió llena de energía aleteando enérgicamente y haciendo piruetas en el aire. Cristal, asombrada al ver la reacción de la flor sobre el animal, se sentó al lado de la rosa y comenzó a juguetear con su larga y rubia melena, pensando en el truco y milagro de la flor y el medio de hacerse con ella. La mariposa se posó sobre su rodilla doblada y miró a la elfa que entre susurros y murmullos comenzó a escuchar consejos para poder acercarse a la supuestamente indefensa plantita deseada.

Cristal cerró los ojos y pensando “no te voy a hacer daño, solo te quiero acariciar” consiguió rozar uno de los pétalos rojos pero al ir a coger la flor otra vez sintió las punzadas. Ahora le recorrieron todo el cuerpo y exclamó “¡Maldita seas Rosa!”

La mariposa, que con el estruendo había echado a volar, se posó nuevamente en Cristal, esta vez sobre su hombro, y le volvió a susurrar consejos y secretos.

Cristal desistió, miró a la rosa, mágica, feliz, viva, plena, radiante… y se vio a si misma, desdichada e incomprendida. A pesar de que su inmortalidad le facilitaba todo el tiempo del mundo, ella no quiso gastarlo en una estúpida flor por muy rara y mágica que fuera. Se marchó, se alejó, olvidando la flor, la mariposa y la magia, sin saber que algún día, esa rosa volvería a ella y se quedarían juntos para siempre. Pero ésa, es otra historia.

lunes, 27 de septiembre de 2010

Terminar de leer un libro

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“En la maleta, Sombra dormía. Acerqué una mano para acariciarle. Abrió un ojo verde, e impasible me miró un instante y volvió a cerrarlo”. Así termina el libro que me he terminado esta mañana camino de la oficina. Un libro cuya escueta primera frase “Era noviembre” no intuía nada demasiado trepidante. Y sin embargo es un libro que habla de familias, de vínculos, de gemelas, de pérdidas, de descubrimientos, de libros... Recomiendo El Cuento Número Trece de Diane Setterfield a todo el mundo salvo a mi hermana que está embarazada, curiosamente de gemelos.

Es una sensación extraña. Te terminas un libro y luego… ¿qué? Has estado tres, cinco, diez días o incluso semanas con ese bloque de letras pegado al cuerpo. En la mente transcurren tus propias historias y además una inventada por otra persona que ha puesto a tu disposición supuestamente para tu disfrute, pero la mayoría de las veces los libros se sufren, porque el escritor abusa del lado humano que es lo que nos apega a ese maldito compendio de ideas que llevamos bajo el brazo y nos roba nuestra vida aunque sea por unos instantes. Hay quién dice que no te puedes enamorar de un conocido en una noche, o de Internet y sin embargo todos creemos que nos podemos enamorar de un personaje de un libro. Curiosa paradoja.



Lo que queda es soledad. Cierras la última página, buscas a ver si hay más, si hay una página secreta, una página infinita que te responda a todas las preguntas que a todos los lectores nos surgen al terminar un libro, pero no está. Nunca está. A veces resulta que hay continuaciones, sagas, pero no es lo mismo. La sensación de tener que abandonarlo en una estantería es cruel. Ha sido tu compañero durante varias jornadas, has visto como ha ido ensuciándose los bordes de las hojas, como avanzaba el marcador en una lucha por llegar al final y curiosamente cuando te lo terminas, estás triste por no poder continuar. Intentas aplacar esa tristeza cogiendo otro, comprando otro, pero no es lo mismo. Arrastramos la tristeza de cada libro que nos leemos en nuestro interior, es algo tan cierto como la vida misma.

Aún así me encanta leer. Se puede leer en cualquier parte, en cualquier situación, me encanta coger un libro y devorarlo, analizarlo, ir de adelante a atrás, repasar páginas, apuntarme frases, leer en momentos prohibidos… pero detesto la sensación de desazón al terminarme un libro y la tristeza que ello conlleva. Ése ya lo has desvelado y lo tienes que abandonar en una biblioteca que crece mes a mes, con los otros, solitarios, haciéndose una vaga compañía. Como Sombra, de vez en cuando abren un ojo y lo vuelven a cerrar.

jueves, 23 de septiembre de 2010

Dolor para hacer daño

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Cuando no era una cosa era otra. Necesitaba un motivo para estar triste, oscuro, amargado, melancólico… Llevaban 15 días lloviéndole buenas noticias, un buen recuerdo, un trabajo bien hecho, una enfermedad superada, una sonrisa recuperada, una amistad resurgida… y, mientras las duran eran más duras que nunca, la tenía a ella, incansable, a su lado. Ahora que el viento soplaba en contra dirección lo pagaba injustamente, otra vez más, con ella.

Con su aguijón lanzaba su veneno a donde más dolía. Ella se despidió, no para siempre, solo por un rato, porque a fin de cuentas era demasiado buena, demasiado bondadosa, demasiado tonta como para mandarle a la mierda, cosa que debería haber hecho hacía mucho tiempo. Él se quedó en un absurdo duermevela, un sentimiento de culpabilidad comenzó a brotar cuando pudo sentir un instante de distancia. Y no de distancia física a la que malamente se acostumbraba, era algo más.

Se frenó, miró hacia atrás, analizó la situación y reculó. Mil perdones sin un porqué. Ella, otra vez incansable, perdonó. Jamás ha merecido a su musa

miércoles, 22 de septiembre de 2010

El Barrendero

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Estaban poniendo las luces de Torrelodones y barriendo sus calles. Uno de los barrenderos era singular, especial. Lucía una poblada barba canosa que tapaba una cara delgada y curtida, una coleta y una gorra de lana ante la lluvia incesante. Su chubasquero amarillo y verde evitaba que el agua se le colara hacia dentro, donde la piel contaba su historia a base de cicatrices. En una oreja un pinganillo blanco para escuchar música, supuse, la otra liberada para poder oír a sus compañeros, supuse de nuevo. Estaba muy equivocado.

El barrendero era extremadamente meticuloso, no se dejaba un papel, ni una colilla, ni una hoja caída de un árbol que pierde su vestido por el caprichoso otoño. Le vi desandar su camino varias veces por los vaivenes de un viento inestable para recoger sus fechorías. Con alegría sostenía el escobón. No barría, peinaba. Después posaba el recogedor y aplicaba el cepillo con mimo. Si se caía algo lo volvía a recoger. Lo que hacía con la calle se parecía a cuidar a un enfermo. Presa de mi curiosidad seguí mirándole, hasta que su destino le trajo a mi lado. Me vio y me sonrió “Buenos días caballero”, en un tono humilde y alegre, usó la palabra caballero que tanto me gusta. Fruto de mi fascinación no pude hacer más que responder “Buenos días, ojalá todo el mundo trabajara como usted, estaríamos en mejores manos todos, se lo aseguro”. Se paró a mi lado, se quitó el pinganillo de la oreja y por los sonidos pude averiguar que escuchaba las noticias y no música, lo cual me volvió a alegrar. “Esto es solamente un trabajo, pero… ¿qué nos queda si no lo hacemos lo mejor que podamos? Soy esa clase de persona que es feliz con lo que hace”, me quedé esperando a que prosiguiera, mi intuición me dijo que por una vez debía callar, y así lo hice. En silencio, sonriendo los dos, pasó al menos un minuto, ambos mirando la calle, los coches, la gente… “Soy licenciado en Bellas Artes, pero no podía seguir pintando pensando en el dinero y en comer, y en casas y en coches y en hipotecas. Ahora pinto para mi, me guardo mis cuadros, y cuando me llaman hago exposiciones y a veces vendo, otras no, pero me da igual, la pintura es mi vida, barrer es un trabajo y cuidar de las calles es una devoción”.

Ahí estaba el secreto.

Con mi silencio y admiración le invité a proseguir su historia, mientras en mi mente apareció la película La Leyenda de Bagger Vance cuando Matt Damon le dice al niño, hay gente que se ha declarado en bancarrota, tu padre le ha hecho frente a la vida con una escoba y eso merece respeto y admiración.

El silencio se rompió, “hay gente que considera este trabajo indigno, para mi es una responsabilidad, y hay que hacerlo con alegría. Evidentemente preferiría estar en un despacho decorado con mis cuadros y tener cinco ceros más en mi cuenta corriente. Pero para mí esto es una oportunidad de ver el mundo que tenemos bajo los pies, y a veces encuentro la imagen que busco. Aunque no tenga una creencia fija, soy muy espiritual”. Sacó una pequeña cámara de fotos del bolsillo y me pidió permiso para fotografiar mis zapatillas, que esquivaban estratégicamente un papel de helado y otro de chupachups. “Igual esas zapatillas son las protagonistas de mi próximo cuadro”.

A él le tocaba seguir escuchando la radio con un oído y el mundo con el otro. A mi subirme a un bus que me ha traído a este ordenador para escribir esta historia. No se si mis zapatillas serán protagonistas de algún cuadro, sé que este hombre aparecerá en alguno de mis escritos. Seguro.

(16 mayo 2008)

martes, 21 de septiembre de 2010

Ocurrió en el metro

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Diego entró en el metro en esa hora en la que un caprichoso cierra el telón de la noche y abre el del día. La luz comenzaba a brotar en un día de primavera que se presuponía extremadamente caluroso. Con los ojos hinchados del sueño se arregló la corbata al cuello y se estiró la camisa. La chaqueta reposaba sobre la cartera apoyada estratégicamente entre sus pies. No tenía sitio para sentarse y se quedó de pie, cerca de la puerta, agarrado a la barra que cuelga sobre las cabezas. Hizo el planning del día entre bostezos.

Por primera vez en el día abrió los ojos para mirar alrededor. El metro estaba lleno de curritos como él. Algunos aprovechaban para echar la última cabezadita, otros leían prensa gratuita, algún intrépido se atrevía con alguna novelita. En dos estaciones el vagón se llenó de estudiantes. Gente agobiada, hablando de exámenes, preparando chuletas y repasando apuntes. Una chica de unos veinte años se puso a su lado. Cuando se agarró de la barra sus dedos se rozaron. Él la miró, a ella se le cerraban los ojos. Era una chica absolutamente normal. Vaqueros y camiseta, carpeta de la complutense, zapatillas viejas y cómodas, un pañuelo al cuello, media melena castaña clara y unos ojos marrones que se vencían por el sueño. La observó en el tiempo en que se pasa de una parada a otra, ella ni se percató de la existencia de él, bastante tenía con mantener la verticalidad.

Una nueva hondada de gente le colocó a él en una situación comprometida. Frente a frente, a escasos centímetros de ella, sus cuerpos de tanto en tanto chocaban por los vaivenes del gusano metálico. Él trataba de evitar el contacto y cuando la miró, sintió sus ojos penetrantes directos hacia él. Puso cara de culpabilidad, de sentirse avergonzado, pero poco podía hacer para evitar la comprometida situación. Sus caras estaban a un gesto de encontrarse. Él, con una media sonrisa apartó la mirada y ella sonrió y movió los hombros con el gesto de “qué se le va a hacer”. Él lanzó un suspiro de alivio y ella sonrió. Diego trató de devolver la mejor de sus sonrisas, pero fue tan forzado que resultó torpe.

Siguiente parada y frenazo brusco del metro. Él se asió con fuerza a la barra y ella se tuvo que apoyar por completo en él. Las puertas se abrieron y el vagón se vació casi por completo. Ella alzó la mirada, hacia la barra, hacia las manos. Él siguió su mirada y se encontró su mano, que había cobrado vida propia, estrechando la de ella contra la barra.

Se alteró, apartó la mano, al echarse para atrás tropezó con su propia cartera y pisó su chaqueta manchándola con el típico polvo de suela de zapato de madera. Al verse tan ridículo la miró. Echaron a reír. Rieron cómplices durante una parada más, de tanto en tanto intercambiaban miradas acompañadas de sonrisas. Ella se dirigió a las puertas. Al abrirse éstas se giró y le lanzó una sonrisa con un gesto que podría ser similar a “que tengas un buen día, ha sido divertido” o bien podría haber sido “sal e invítame a café” o incluso “qué idiota…”.

Las puertas se cerraron, él se acercó a los cristales de las puertas y la vio caminar. Ella le encontró a él, solo en un vagón, encaramado al cristal. Le saludó con la mano, él devolvió el saludo con una rápida desesperación. Se adentró en la negrura.

En ningún momento hubo deseo, ni la imaginación voló, ni tan siquiera una insinuación, simplemente compartieron un instante inocentemente alegre.
Ocurrió en el metro.

viernes, 17 de septiembre de 2010

Olor...

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Te despiertas con un sobresalto, ese aroma te ha llegado.

Buscas entre las sábanas, oliendo cada centímetro, en la manta, en la colcha, en la almohada. Cuando ya empiezas a perder la esperanza y crees que provenía de la dulce sensación de un sueño paranoico, lo localizas. Una pequeña esquina de la almohada es la culpable. Hace pocos días en esa esquina reposaba su cabello moreno, sus ojos cerrados, sus labios carnosos, su cuello terso, su cuerpo esbelto... paz. Lo que tenías con su presencia a tu lado era paz.

Perturbado tu descanso, te abrazas al trozo de tela sin darte cuenta que te abrazas a la ausencia. Lo que ahora es frío y solitario hace no tantos días era calor y ternura. Lo que ahora es amargura hace no tanto fue el hogar del amor y la pasión. Miras el móvil. Sonríes al saber que hoy serás tú quien mande el primer “te quiero” del día.

Con el conocimiento de que lo bueno regresará para cargar de nuevo las pilas de la relación, te vistes con el objetivo de pasar de la mejor manera posible el día que te viene por delante. Sobrevives con el único objetivo de volver a gozar de esos momentos que de verdad le dan sentido a tu existencia en este mundo de mierda, de egoísmos, de guerras, de maldades, de presión, de responsabilidad, de agobio, de ruido, de soledad, de eterna soledad.

Pero cuando esté de nuevo aquí todo será diferente, todo tendrá color.

Qué difícil es vivir en la distancia.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Vuelve...

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Raúl se miró al espejo en esa mañana de martes apagado. “Los martes son una mierda” pensó, y tenía razón porque no tienes la excusa de que acaba de terminar el finde pero te queda toda la semana de curro y stress por delante, además como los lunes no se suele hacer nada se te ha acumulado el trabajo. Aunque en verdad a él no le afectaba demasiado, no era el típico currito por lo que no se tenía que preocupar demasiado por el trabajo.

Tras salir de la ducha se afeitó y se miró al espejo. Sus 41 años estaban muy bien lucidos. Estaba en forma fruto del gimnasio, la piscina, la bici y una dieta bastante estricta en la que no tomaba pan ni cerveza y no mezclaba patatas con frituras, siempre algo de ensalada y la comida entrehoras se solía basar en fruta y las bebidas siempre light. Las gafas y el pelo canoso le daban un aire intelectual qué trataba de fomentar con una excelente selección de palabras cada vez que hablaba. Vestía a la última moda y tenía un coche caro en el garaje, que solo lo paseaba cuando quería fardar, él prefería el otro, un Smart, sobre todo por lo de aparcar. Era asquerosamente perfecto.

Raúl bajó en el ascensor de la Gran Vía 57 madrileña, en el corazón de la ciudad, donde había heredado la casa en la que había crecido, además de todos los negocios familiares, y salió a la calle. Hoy iría andando con su aire de ejecutivo alternativo y archiforrado, pero llevado con una actitud natural e incluso algo humilde.

Se dio cuenta de lo rápido que había pasado el tiempo. Ya era primavera otra vez. Las chicas volvían a sacar a pasear sus cuerpos y las ropas cada vez iban siendo más pequeñas. El calor cumplía su función y comenzaba la etapa del destape. Chicas, chicas y más chicas… No tenía ojos para otra cosa.

Súbitamente se sintió solo. Hacía más de un año que Alicia había abandonado su piso sin ni si quiera dejar una nota. Ya no volvió a coger el teléfono, ni contestó a los mails. Él único recuerdo además de las fotos que le quedaban fue el pintalabios que había olvidado en el baño, que se le debió haber caído. Él lo guardaba en la mesilla, era su gran tesoro.

La echaba de menos. Cada vez que llevaba una conquista a casa y la agasajaba con champán la recordaba, cada vez que encendía la minicadena la echaba de menos, cada vez que veía una película en el sofá la echaba de menos, cada vez que salía al teatro la echaba de menos, cada vez que ponía las noticias de la mañana la echaba de menos… había pasado un año desde su huída. En ese tiempo el dolor fue creciendo exponencialmente. Alicia, una chica normal, no era una de sus típicas modelos, ni actrices. Era su Alicia, la única que fue capaz de instalarse en su vida y no solo en su casa. Alicia, inteligente, trabajadora, morena, elegante, sexy, divertida, habladora… Del mismo modo que llegó se fue llevándose 8 años de todo y robándole, a posteriori, un año de sueño. Era su Alicia, la que hizo de su vida el país de las maravillas…

“Vuelve” pensó. Cogió el teléfono y la llamó. No contestó nadie. Nunca contestaban, pero el teléfono seguía sonando… “Vuelve por favor”

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Olga... ¿qué hiciste?

Mientras se subía la cremallera de la falda, una lágrima le fulminó en la conciencia.

Miró las sábanas revueltas fruto de un error inconfesable y le vió ahí tumbado, con una extraña paz, como la de un cuerpo varado en playa, traído por la marea. Comenzó a pensar, y se dió cuenta de que lo que había sido una rutinaria monotonía durante muchos años ese día se había desencadenado con los ingredientes de la emoción, pasión e intriga, una fórmula irresistible. Sin embargo aquella era una historia olvidada hacía años, superada. Al menos eso creían los dos.

Todo comenzó con un mensaje inocente de él, curioso por los avatares de la vida de un examor de la juventud. Habían pasado más de quince años y la respuesta se confundió entre un "¿y tú qué tal?" y "¿por dónde andas ahora?". La sorpresa de la cercanía les conmocionó. En menos de una hora ya tomaban café juntos, a Olga no le había dado tiempo ni a mentir piadosamente al pobre Raúl, que tenía turno de noche.

Los recuerdos hicieron florecer color donde antes había ceniza. Daban sentido a ese oscuro atardecer de febrero en un Burgos cubierto por una nieve que bien podría ser algodón de azucar. Primero caminaron separados, después el frío les juntó y no se dieron cuenta de cómo había llegado ese primer beso que inició la serie inevitable de hechos.

Ahora corrían lágrimas.

Lágrimas.

Lágrimas y dudas. ¿Se lo debía contar a Raúl?