miércoles, 23 de febrero de 2011

Una ausencia en el 631

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Probablemente pasaría inadvertida ante la mayoría de los ojos, pero cada mañana Silvia era meticulosamente observada por Santiago. Su ropa llevada con desgarbo, sus gestos, sus gafas, su sonrisa torcida, su pelo mal peinado, el libro que iba cambiando semana a semana entre sus manos, su enorme bolso que podía contener de todo, sus uñas mal pintadas… Coincidían en el autobús 631 de Torrelodones a Madrid, a las 9:10 de la mañana, donde Santiago siempre esperaba cerca de los asientos centrales. Silvia se subía tras haber esperado pacientemente y haber degustado el primer cigarrillo de la mañana.

La pelirroja de 29 años solía encontrar sitio en la parte delantera del bus y, si no, esperaba a que la fortuna le dejase un asiento, nunca atrás, porque se mareaba. Santiago aguardaba como el torero que lo hace tras la barrera, analizando a la chica que siempre iba en vaqueros y zapatillas cómodas. Cada mañana se cruzaban las miradas, y cada mañana Silvia se sonreía entrecerrando los ojos y girando la cabeza para ver qué pasaba más allá de los cristales. Contoneaba sus anchas caderas con ademanes de superioridad hasta encontrar el trono que su vasallo no dejaría de observar en la casi media hora de trayecto. Su reino era ese autobús, donde, gracias a la mirada fiel de Santiago, ella se sentía poderosa, fuerte. No se daba cuenta pero algo en ella cambió desde aquel día de enero en que se encontraron por primera vez, desde su primer día de trabajo en la empresa de publicidad.

Esa mañana el joven Santiago no estaba en su sitio. Silvia se sentó en el lado de la ventana, el cristal estaba a medio empañar y lo limpió con la manga del abrigo. Con las manos frías podía ver cómo las nubes se posaban en lo alto de las cuatro torres, los cuatro pilares de Madrid. El día era de un inusitado gris y parecía que no iba a coger color nunca. No pudo leer en todo el camino y sí vio en directo como las primeras gotas de lluvia las retiraba con ritmo el limpiaparabrisas de la enorme luna delantera.

En el Metro no podía presenciar el increible aguacero que caía en la superficie, pero en cierto modo lo sentía dentro. Pasó el día en silencio, los cafés de media mañana fueron más amargos de lo habitual, y la ensalada que tomaba cada día para intentar rebajar los kilillos de más le supo a nada. En casa tenía faena, plancha, gatos, lavadoras, hasta aprovechó para limpiar los cristales y eso que no le tocaba hasta el fin de semana.

Se durmió tarde, tras miles de conversaciones por el Facebook, Messenger, Tuenti, Badoo, Hi5 y el resto de páginas de chateo que visitaba a diario. Por la mañana subió al bus y hoy sí que estaba. Santiago lucía unas marcadas ojeras y un tono verdoso en la cara, había un asiento al lado y ella lo tomó, por primera vez se pudieron oler los aromas. Ella sacó su libro y él, incómodo, empezó a notar el sudor por la espalda y las manos.

Ya en la autopista, ella rompió el hielo.

- ¿Qué te pasó ayer? – dijo en tono firme.
- Eh… estaba pachucho. Santiago... – dijo entre titubeos.
- Soy Silvia, no me vuelvas a hacer eso.
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lunes, 7 de febrero de 2011

Nostalgia del teclado

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Durante horas, días o semanas había ido acumulando polvo. El teclado se sentía solo, abandonado, al ver que su amo se dejaba caer poco frente a él, al ver que rara vez lo acariciaba con esas manos ágiles que en el que unos dedos bailaban al son de un pianista.

Un amo demasiado ajetreado, con demasiadas cosas en la cabeza, con otras prioridades. Un amo que le había cogido miedo a la soledad de la página en blanco, temeroso de lo que podía acabar poniendo en ese negro sobre blanco. Un amo que desatendía sus pensamientos libres en el silencio sin ser esclavo de lo que publicaba al mundo. Un amo, que la última vez que estuvo por allí derramó una lágrima que cayó entre la "B" y la "N".

El teclado esperaría, fiel, como el perro tumbado frente a la chimenea, como la almohada que secaba sus sollozos.

"Amo, vuelve", pero no volvió.
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