martes, 19 de octubre de 2010

Los libros de Laura

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Laura cogió el teléfono de la gran multinacional en la que trabajaba desde hacía dos años y tras poner su mejor voz y desviar la llamada al departamento en cuestión se fue a hacer unas copias de un documento importante que le había pedido su jefe. Odiaba hacer fotocopias. El ritmo monocorde de la máquina le angustiaba, como casi todos los demás ritmos, sonidos artificiales que enmascaraban la realidad.

De pequeña nunca soñó con ser una estrella de rock en un escenario para la que miles de personas habían pagado una cantidad excesiva de dinero por ir a ver. No cantaba en la ducha. Ni canturreaba entre sueños cuando dibujaba en su “bloc de la vida”. No gastaba su dinero en discos y la música que algún desaprensivo familiar le regalaba en navidades solía acabar en la papelera. Tampoco había descargado jamás una canción para su Ipod, entre otras cosas porque no tenía.

Se perdía con cualquier libro en el metro mientras veía a la gente absorta escuchar una vez tras otra canciones que ya habían escuchado miles de veces. Esa gente que no se detenía a escuchar los sonidos de un mundo que siempre algún trompetero o músico ambulante se encargaba de destrozar en el vagón o los pasillos. Desde siempre había odiado esos sonidos artificiales.

Con las uñas descascarilladas de colores siempre oscuros pasaba hoja tras hoja devorando sentimientos, sensaciones, sueños, ilusiones, temores… Cada libro lo guardaba primero en una estantería repleta, todos con fecha y una frase explicatoria, después en un archivo Excel en el que apuntaba título, autor, fecha de lectura y algún comentario y, posteriormente, los guardaba en su memoria donde recordaba las páginas que le habían marcado la vida y forjado su personalidad.

Cada vez que se sentía sola, asustada o débil, cuando su jefe le hacía insinuaciones, cuando su padre le chillaba demasiado, cuando era presa de los besos de algún desalmado en busca de sexo rápido, cuando veía a los incautos infelices escuchar música, o cuando se sentía enferma, deslizaba la mano en su mochila y acariciaba el lomo de su víctima. Ahí Laura siempre era la que mandaba y recuperaba su sonrisa.
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