martes, 14 de diciembre de 2010

La estela

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Lucía el sol, sin embargo, Francisco llevaba atada a su espalda una nube, como si fuera un niño con un globo. Francisco, charlatán y grotesco, egoísta y dicharachero, vivía su vida sin un futuro sin un porqué. Recién casado, acunaba a su primogénito ante la mirada atenta de Sandra, a la que consideraba al mismo tiempo su veleta y su ancla.

Había pasado sus escasos treinta años de vida viendo el puerto pesquero cada día, paseando a los Yanko, Rufo, Poncho, Bobo, Turco - cada uno de los perros que le acompañó en sus distintas etapas de su vida - por la enorme playa de más de cinco kilómetros, bañándose cada día en ese mar que alberga los mismos misterios que peligros.

Ahora faenaba en busca de peces para alimentar a los tres de la casa. Luchaba cada día contra las corrientes, contra el agua, contra el viento, contra el frío. Se curtía las manos con cada corte, con cada cabo, con cada amarre. A la vuelta de cada estancia en superficie móvil se hundía en las tabernas, en cerveza fría, en muslos calientes. Y después volvía a casa donde todo le parecía extraño, ya que en su casa se sentía como un extranjero.

Un día, como otro cualquiera, salió a pasear por la orilla. Se desnudó y dejó las botas sobre el montón de ropa. Se adentró en el mar y la nube que siempre le acompañaba se disipó. El mar le ofreció abrigo, su magia le encandiló. Hacía buen tiempo, el sol le golpeaba la espalda en cada brazada que daba. Seres místicos se acercaron mientras él nadaba desnudo hacia mar adentro. La estela que iba dejando se alejaba lentamente de la orilla haciendo que olvidase de dónde provenía.

Súbitamente Francisco tuvo miedo. El mar se embraveció y toda la magia se quedó en el engaño de una sirena. Miró alrededor, estaba solo. Únicamente había agua salada que junto con el sol le había producido cortes en la espalda, marcas que quedarían para siempre. Trató de nadar en sentido contrario, trató de encontrar su estela, trató de encontrar su veleta. Pero no encontró nada. Cuando estaba a punto de ahogarse vio el sol lucir en la lejanía. El sol calentaba directamente el tejado de su casa. Sandra lloraba la ausencia y Francisco tenía frío. Lo perdió todo. Malditas nubes de inconformismo.
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