martes, 21 de septiembre de 2010

Ocurrió en el metro

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Diego entró en el metro en esa hora en la que un caprichoso cierra el telón de la noche y abre el del día. La luz comenzaba a brotar en un día de primavera que se presuponía extremadamente caluroso. Con los ojos hinchados del sueño se arregló la corbata al cuello y se estiró la camisa. La chaqueta reposaba sobre la cartera apoyada estratégicamente entre sus pies. No tenía sitio para sentarse y se quedó de pie, cerca de la puerta, agarrado a la barra que cuelga sobre las cabezas. Hizo el planning del día entre bostezos.

Por primera vez en el día abrió los ojos para mirar alrededor. El metro estaba lleno de curritos como él. Algunos aprovechaban para echar la última cabezadita, otros leían prensa gratuita, algún intrépido se atrevía con alguna novelita. En dos estaciones el vagón se llenó de estudiantes. Gente agobiada, hablando de exámenes, preparando chuletas y repasando apuntes. Una chica de unos veinte años se puso a su lado. Cuando se agarró de la barra sus dedos se rozaron. Él la miró, a ella se le cerraban los ojos. Era una chica absolutamente normal. Vaqueros y camiseta, carpeta de la complutense, zapatillas viejas y cómodas, un pañuelo al cuello, media melena castaña clara y unos ojos marrones que se vencían por el sueño. La observó en el tiempo en que se pasa de una parada a otra, ella ni se percató de la existencia de él, bastante tenía con mantener la verticalidad.

Una nueva hondada de gente le colocó a él en una situación comprometida. Frente a frente, a escasos centímetros de ella, sus cuerpos de tanto en tanto chocaban por los vaivenes del gusano metálico. Él trataba de evitar el contacto y cuando la miró, sintió sus ojos penetrantes directos hacia él. Puso cara de culpabilidad, de sentirse avergonzado, pero poco podía hacer para evitar la comprometida situación. Sus caras estaban a un gesto de encontrarse. Él, con una media sonrisa apartó la mirada y ella sonrió y movió los hombros con el gesto de “qué se le va a hacer”. Él lanzó un suspiro de alivio y ella sonrió. Diego trató de devolver la mejor de sus sonrisas, pero fue tan forzado que resultó torpe.

Siguiente parada y frenazo brusco del metro. Él se asió con fuerza a la barra y ella se tuvo que apoyar por completo en él. Las puertas se abrieron y el vagón se vació casi por completo. Ella alzó la mirada, hacia la barra, hacia las manos. Él siguió su mirada y se encontró su mano, que había cobrado vida propia, estrechando la de ella contra la barra.

Se alteró, apartó la mano, al echarse para atrás tropezó con su propia cartera y pisó su chaqueta manchándola con el típico polvo de suela de zapato de madera. Al verse tan ridículo la miró. Echaron a reír. Rieron cómplices durante una parada más, de tanto en tanto intercambiaban miradas acompañadas de sonrisas. Ella se dirigió a las puertas. Al abrirse éstas se giró y le lanzó una sonrisa con un gesto que podría ser similar a “que tengas un buen día, ha sido divertido” o bien podría haber sido “sal e invítame a café” o incluso “qué idiota…”.

Las puertas se cerraron, él se acercó a los cristales de las puertas y la vio caminar. Ella le encontró a él, solo en un vagón, encaramado al cristal. Le saludó con la mano, él devolvió el saludo con una rápida desesperación. Se adentró en la negrura.

En ningún momento hubo deseo, ni la imaginación voló, ni tan siquiera una insinuación, simplemente compartieron un instante inocentemente alegre.
Ocurrió en el metro.

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