jueves, 22 de enero de 2015

¿Quién será?

Bajó los escalones de tres en tres a grandes zancadas descontroladas por la prisa. Su gesto de angustia daba a entender que se estaba jugando la vida, que cada segundo le valía, cada instante, cada suspiro. Con una mano apretaba contra su pecho una carpeta de la que sobresalían unos papeles que tendían a escapar por cada esquina, en realidad intentaba sujetar esos papeles con todas las partes del brazo, incluso con la barbilla. Con la otra mano rebuscaba en el bolsillo de su americana un T-50 para poder adentrarse en los dominios de las serpientes metálicas que reinan en nuestras vidas, en Barcelona.

Ante su situación le dejé pasar, me miró apenas un instante, de pasada, pero en el fondo sé que me estaba infinitamente agradecido. Metió su tarjeta en la ranura, pero apretó demasiado y la arrugó, la máquina se la escupió, la miró con desesperación y odio, le cambió el sentido y la volvió a meter, ahora el torno sí le dio paso, pero él fue demasiado rápido y chocó directamente contra la barra de hierro antes de desbloquearse. Su gesto, visto desde detrás, me dio a entender que se estaría acordando de sus muslos al menos un tiempo. En la segunda intentona sí pasó. Leyó las indicaciones de las vías y giró a la izquierda. Yo que entré justo detrás de él, seguí mi camino, contrario al suyo, y traté de imaginar qué cosa tan urgente le hacía ir tan descontrolado. Súbitamente me adelantó a toda prisa maldiciéndose por su error.

Corría un poco patizambo y descoordinado, sin duda por la bolsa que le colgaba del hombro que debía contener un portátil bastante pesado, los zapatos con la suela gastada tampoco le debían ayudar. Mi vista le perdió cuando el túnel del metro hizo su giro y oí el ruido del tren llegar. Yo no tenía ninguna intención de correr a pesar de tener algo de prisa, así que cogería el siguiente con la certeza de que ya no volvería a ver a aquel individuo. Me sorprendí al verle recogiendo un gran montón de papeles del suelo mientras una chica de unos catorce años se intentaba levantar. Le tendí la mano a la chica mientras aquel señor decía un escueto “Lo siento” y comenzaba una carrera de unos 15 metros hacia unas puertas abiertas que lanzaban su agonizante pitido. La puerta se le cerró en las narices. Por mucho que apretara el botón no conseguiría abrirla y el tren comenzó su monótono andar.

Le pegó una patada al suelo, maldijo en varios idiomas y se puso a mirar en la dirección contraria por donde había visto marcharse su esperanza de llegar a tiempo. Esperaba una luz y el tiempo le debió parecer una eternidad en la que miró infinitas veces el reloj de pulsera metálica que llevaba en la muñeca derecha. A los cuatro minutos las puertas de un nuevo gusano se abrieron y se adentró en el interior con una velocidad asombrosa sin esperar a que la gente saliera y desocupara el tren, con lo que se llevó más de una mirada recriminatoria. Cuando me acomodé en mi esquina decidí no abrir mi libro y le busqué con la mirada. Tras un enorme señor ataviado con un abrigo de cuero negro se encontraba él, medio aplastado, intentando poner orden a su maraña de papeles. Por primera vez me fijé en su cara. Era mayor de lo que me imaginaba, el pelo engominado se le había despeinado, los grandes ojos castaños y las pobladas cejas daban una impresión de abandono a su delgada cara de mentón cuadrado, como de papel. Esos ojos desesperados con las cejas enarcadas buscaban un orden y un sentido a sus papeles sin numerar, me pareció una persona tremendamente débil, indefensa e insegura que se perdía en la inmensidad de un traje azul marino. Tardó tres paradas en poner orden a todo y hasta la quinta no cesó de mirar el reloj, de buscar el nombre de la estación de su destino. Seguramente lo que esperaba era un milagro, tele transportarse para llegar más rápido. Sin embargo el tren caprichoso no reanudaba la marcha y la voz robótica de una señora nos invitó a salir del mismo para la desesperación del desquiciado individuo.

Aunque en un principio me hiciera gracia, la verdad es que me fastidió. Salí del metro y le vi caminar a toda prisa en busca de la salida. Emergí a la superficie donde estudié los recorridos del bus en una estación poblada de gente. La historia del señor que se desarmaba me ayudó a despejar la mente del día duro que me esperaba mientras veía Barcelona amanecer desde el asiento del autobus. Me bajé veinte minutos más tarde de lo esperado y un poco más adelante vi que de un taxi salía él, hablando por teléfono y camino de la acera se tropezó con el bordillo. Esta vez tuvo suerte, mantuvo el equilibrio pero el móvil salió volando y se desarmó en varias piezas al golpear el suelo. Lo recogió, lo montó y se irguió sujetando con una mano la carpeta y con la otra la bolsa, era más alto de lo que me había parecido antes.

Las curiosidades de la vida le hicieron entrar poco antes que yo en el mismo edificio.

Subí a la novena planta donde abracé a mi persona de confianza, me guió hasta su despacho y dijo: “Te presento a tu abogado, es una máquina. Serio, firme, seguro y controlado”. Sonreí al verle. Él alineó los papeles, se levantó poniendo un falso semblante serio y seguro, digno se colocó la chaqueta y me tendió la mano.

Se la estreché intuyendo que perdería el juicio.

1 comentario:


  1. Cuando llegué a la novena planta junto al misterioso personaje, yo también sudaba. Relato tremendamente acelerador (que no acelerado).
    Sigue escribiendo :)

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