Resulta bastante obvio, y basta con mirar alrededor, que el ser humano ha dejado de estar en comunión con la naturaleza. El problema no es de hoy, seguramente el problema venga desde bastante más atrás. Probablemente, del día en el que el primer homínido decidió cortar un árbol para hacerse un refugio. Muchos lo llamarán inteligencia, yo lo llamo insensibilidad, ya que ese día nos creímos propietarios de las demás formas de vida, una herencia que aún hoy perdura.

Después vino el que decidió cortar más maleza, pues molestaba, para construir una cabaña. Un poco más adelante, como daba pereza ir a los campos a por lo animales, se recurrió a encerrarlos, y qué decir de las plantas que dejaron de estar en su ambiente natural para pasar a ser cultivadas. Unos siglos más adelante alguien tuvo la brillante idea de transportar los excesos de producción en carros, y éstos, con sus enormes ruedas, iban mucho mejor en caminos de piedra que sobre la arena o barro. No tardó en llegar el comercio de productos que jamás nos pertenecieron. Nunca nos ha bastado con tomar lo justo y necesario para vivir, una costumbre que el resto de seres vivos del planeta sí utiliza, y eso que todos ellos son los irracionales.
Hoy todo se ha magnificado. Se eliminan grandes campos para poner absurdos centros comerciales. Se mata vegetación de una montaña para sacar la piedra de esa montaña y ponerla, junto con otros productos, en una zona esquilmada de árboles para construir grandes autopistas sobre las que se mueven veloces bólidos que nos matan, poco a poco, con cada litro de combustible que consumen. Sin ir más lejos, vivo en un enorme chalet de 700 metros cuadrados en una enorme parcela y, solamente, somos tres y nos sobra mucho más de lo que imagináis. Donde a mí me sobra espacio hubo un tiempo en el que vivían árboles, plantas, arbustos, ardillas, ratones, pájaros, hormigas y demás formas de vida que quedaron expulsadas, eliminadas, para que yo gozara de un espacio que jamás debió ser mío y que en su mayor parte no necesito. Es tan absurdo lo que nos pasa que hasta nosotros mismos tenemos que declarar zonas protegidas, porque somos incontrolables. No hacemos más que llegar a un lugar, invadirlo, eliminar sus recursos y desertizarlo. Lo más similar a un virus.
Permíteme mirar para otro lado si para alimentar los 40 millones de bocas de España tenemos que recurrir a cultivos o a tener las terribles granjas de animales que todos sabemos que existen y cuya necesaria existencia para cubrir las necesidades de todos nosotros me llena de tristeza. Y cierto es que sería absurdo renunciar a las comodidades conseguidas tras milenios de avances y volver a las cavernas y convertirnos en ermitaños. Pero de ahí a mirar para otro lado cuando se hace de una muerte una fiesta hay un salto bastante grande, no lo puedo consentir. Para uso y disfrute de unos treinta mil de la plaza y los dos millones de televidentes se recurre a, normalmente, la muerte de un toro. Como si viéramos el coliseo romano…
No puedo comprender el disfrute de presenciar una pelea a muerte (y no utilizo la palabra tortura, ni asesinato, ni maltrato) entre un hombre y un toro. No puedo comprender que se diga que es un combate de igual a igual cuando son cinco contra uno. No puedo comprender que se diga que el toro muere con honor cuando el picador, montado en un caballo con armadura, tiene un arma que sirve únicamente para mutilar los músculos del cuello del toro, para que humille (palabra del propio término taurino), sí, humille, es decir, no pueda levantar la cabeza, para que tenga que morir con la cabeza gacha, humillado (tercera vez que utilizo la palabra). No puedo comprender qué tiene de bello. No puedo comprender qué tiene de artístico. Y, si de un combate a muerte se trata, como muchos taurinos lo llaman, habrá, por tanto, dos bandos. Permíteme, en este caso, decir que yo estoy en el lado del toro, y espero que mi elección de bando sea igual de respetada que la tuya (si elegiste al torero). Que conste en acta que no disfruto, ni me alegro, pues me parece una tragedia. Pero el torero eligió esa profesión y, sin embargo, el toro es el único que está obligado a ir a la plaza, sin saber que es para pelear hasta morir.
Es cierto que la tauromaquia llena muchas bocas en este país, tanto de manera directa (desde el ganadero al torero pasando por el personal de mantenimiento de la plaza) como indirecta (bares próximos a plazas, medios de comunicación, mercadotecnia…); es cierto que gracias a las ganaderías taurinas se protegen muchos espacios verdes, naturales; es cierto que el toro goza de una vida privilegiada durante varios años para morir entre aplausos tras media hora de sufrimiento… Igual también debería mirar para otro lado viendo y analizando esto, pero, sinceramente, mi conciencia no me lo permite.
El motivo de porqué soy antitaurino no es por proteger al animal, que también, si no por la decepción que siento cuando el ser humano disfruta con eso que llama espectáculo y lo quiere proteger bajo la manta de palabras como tradición o cultura, palabras sobre las que se enarbolan las mayores atrocidades que se cometen en el mundo. Soy y seré defensor de hacer partícipes a los animales de las fiestas populares y no suprimiría los encierros, ni la lidia portuguesa, ni las capeas, ni los concursos de recortes y considero que el rejoneo podría llegar a ser bonito si no se mutilara a un animal. Creo que podemos disfrutar de unas fiestas en las que disfruten, jueguen o participen también los animales.
Ayer en Cataluña se legisló democráticamente para evitar esta práctica que en otros países europeos (como Italia, Inglaterra o Alemania) y otros americanos tildan de bárbara, cruel y desfasada en el tiempo. Muchos individuos, para autojustificarse, alegan que la votación atiende más a razones de índole catalanista o independentista, como si con esto se consiguiera dar un tortazo vengativo a esa España que les ha negado un nuevo Estatuto. No sé si reír o llorar ante estos comentarios tan sesgados que escucho primero en la prensa, después en mayores y posteriormente hasta en niños. Hoy, a mi modo de entender las cosas, gracias a lo votado en Cataluña nos hemos vuelto todos un poco más justos, más sensatos, más sensibles, más racionales, más humanos y más animales. Con la aprobación de esta nueva ley se ha dado el primero de muchos pasos que debemos dar como sociedad para conseguir de nuestro mundo un lugar mejor.
Estoy harto de oír que la gente de mi edad carece de valores. Siempre he creído que eso de los valores tiene más que ver con las personas que con las generaciones, pero si una supuesta generación ha fallado, sus mayores deben mirarse hacia adentro para saber qué demonios han enseñado y cómo han educado a sus pequeños. Igual los valores dejaron de existir hace mucho tiempo y hoy, en Cataluña, hemos dado un paso para recuperarlos.