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“En la maleta, Sombra dormía. Acerqué una mano para acariciarle. Abrió un ojo verde, e impasible me miró un instante y volvió a cerrarlo”. Así termina el libro que me he terminado esta mañana camino de la oficina. Un libro cuya escueta primera frase “Era noviembre” no intuía nada demasiado trepidante. Y sin embargo es un libro que habla de familias, de vínculos, de gemelas, de pérdidas, de descubrimientos, de libros... Recomiendo El Cuento Número Trece de Diane Setterfield a todo el mundo salvo a mi hermana que está embarazada, curiosamente de gemelos.
Es una sensación extraña. Te terminas un libro y luego… ¿qué? Has estado tres, cinco, diez días o incluso semanas con ese bloque de letras pegado al cuerpo. En la mente transcurren tus propias historias y además una inventada por otra persona que ha puesto a tu disposición supuestamente para tu disfrute, pero la mayoría de las veces los libros se sufren, porque el escritor abusa del lado humano que es lo que nos apega a ese maldito compendio de ideas que llevamos bajo el brazo y nos roba nuestra vida aunque sea por unos instantes. Hay quién dice que no te puedes enamorar de un conocido en una noche, o de Internet y sin embargo todos creemos que nos podemos enamorar de un personaje de un libro. Curiosa paradoja.
Lo que queda es soledad. Cierras la última página, buscas a ver si hay más, si hay una página secreta, una página infinita que te responda a todas las preguntas que a todos los lectores nos surgen al terminar un libro, pero no está. Nunca está. A veces resulta que hay continuaciones, sagas, pero no es lo mismo. La sensación de tener que abandonarlo en una estantería es cruel. Ha sido tu compañero durante varias jornadas, has visto como ha ido ensuciándose los bordes de las hojas, como avanzaba el marcador en una lucha por llegar al final y curiosamente cuando te lo terminas, estás triste por no poder continuar. Intentas aplacar esa tristeza cogiendo otro, comprando otro, pero no es lo mismo. Arrastramos la tristeza de cada libro que nos leemos en nuestro interior, es algo tan cierto como la vida misma.
Aún así me encanta leer. Se puede leer en cualquier parte, en cualquier situación, me encanta coger un libro y devorarlo, analizarlo, ir de adelante a atrás, repasar páginas, apuntarme frases, leer en momentos prohibidos… pero detesto la sensación de desazón al terminarme un libro y la tristeza que ello conlleva. Ése ya lo has desvelado y lo tienes que abandonar en una biblioteca que crece mes a mes, con los otros, solitarios, haciéndose una vaga compañía. Como Sombra, de vez en cuando abren un ojo y lo vuelven a cerrar.
Así es!
ResponderEliminarGran post