Dedicado a todas mis mujeres, ninguna es una bruja pero todas son mágicas.
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Al despertar Damián miró raudo el móvil. Última conexión durante la madrugada. Nada.
La noche anterior había sido inolvidable. Conoció a una chica, Lara, mágica. Qué sonrisa, qué mirada, qué clase al moverse, qué manera de hablar de todo. Se pasaron la noche bailando, bebiendo, charlando. Caminaron durante lo que parecieron horas.
La niebla ocultó el beso que se dieron cuando el sol estaba a punto de despuntar en un lugar no demasiado lejano. Ella sabía que se iba a quedar prendado, le dio todo lo que él necesitaba para querer más. Tras ese atisbo de pasión y dejarse tocar el culo huyó en un taxi habiendo intercambiado el WhatsApp.
A media mañana Damián dudaba entre escribir primero y parecer atento o hacerse el duro.
Optó por escribir. “Buenos días ojos de bruja, ¿qué tal?”. Check. Doble Check. No se puso azul. Estaría durmiendo.
Pasaron las horas y se encontraba tenso, emocionado, embriagado. Intentó comer algo pero no tenía hambre. Desaprovechó una pizza en el microondas de la que se comió sólo dos trozos. El resto la disfrutó Kan, su viejo bóxer.
Mientras el perro se relamía, Damián le habló.
- Es curioso… Kan, lo único que no le gustó de mi fuiste tú… chucho pulgoso. Como me jodas este polvo te corto esas pelotas gordas que te cuelgan.
Se pasó el día pensando en ella, recordando cada gesto, cada palabra, cada mirada. Recordó su piel pálida, sus manos suaves, sus labios carnosos, su nariz recta, su larga melena negra en la que el flequillo le vencía a un lado. Recordó su lunar cerca de la comisura del labio. Recordó su cintura fina, recordó cómo su ombligo asomó un par de veces entre los vaqueros y la camiseta negra en algún contoneo de baile. Recordó sus altas botas. Recordó la sensación de notar su lengua buscándole, sus manos recorriéndole y colándose en su pantalón. Recordó sus ojos y, finalmente, recordó su sonrisa. No quería olvidar nada de aquella noche que le supo a poco.
Ya era por la tarde y ella seguía sin dar señales de vida. Estaba perdiendo la cabeza. Contempló varias veces la opción de llamarla pero la desechó. No quería parecer desesperado a pesar de que lo estuviera.
Cuando el sol empezó a caer el sonido de su mensaje se perdió entre una conversación que mantenía con su grupo de amigotes mientras juagaba a la Play.
- ¡Hola guapo! Yo muy bien, ¿y tú? ¡Has madrugado un montón y yo me he pasado el día durmiendo!
- Yo bien, he aprovechado para hacer cosas en casa. – mintió.
- Pues yo como una ceporra en la cama todo el día.
- Bueno, ahí seguro que no se está mal.
- ¿Qué has hecho?
- Nada interesante, todo cosas aburridas.
- Bueno, ya has hecho más que yo. JAJAJA
- Sí, eso sí. Bueno… hemos comido pizza.
- ¿Hemos? ¿Quiénes?
“Nunca falla, eh. ¿Estás celosilla?”
- Kan y yo.
- ¿Kan era tu perro?
- Sí. [image]
La foto era la de su perro durmiendo en el sofá, con la cabeza apoyada en sus piernas. Se veía el plato vacío con algún borde de pizza mordisqueado y la tele de fondo en la que aparecía en pausa un videojuego de vaqueros.
- ¡Qué grande es!
“Grande tengo otra cosa.”
- Sí, es muy grande y viejo. Debe de tener como 200 años.
- Qué bueno, una pizza, ¿de qué era?
- Barbacoa.
- ¡Ñam! ¡Mi favorita!
“Yo sí que te comía a ti.”
- Es también mi favorita. ¿Qué haces?
- Nada, sigo en la cama tirada. ¿Qué planes tienes hoy?
- Mis planes dependen de ti, bonita.
- Pues decidido. A qué hora nos vemos. ¿Quedamos para cenar? Tengo hambre.
“Normal, te has pasado el día durmiendo… ya te quito yo el hambre a mi manera.”
- Vale. ¿Quedamos por mi zona? Hay algunos sitios chulos. ¿Alguna preferencia o te dejas sorprender?
- ¡Sorpréndeme! Y puede que te sorprenda yo a ti también ;)
“Vas a flipar, morena, me estás poniendo cachondo.”
- ¿Sí? ¿Y cómo?
- Si te lo cuento deja de ser sorpresa, bribón.
- Va, dame una pista.
- Dame una pista tú sobre dónde me vas a llevar.
- Mmm… vale, pista por pista. Te voy a llevar a un sitio donde comerás picante.
- ¿Mexicano? ¡Me gusta!
“En realidad no pensaba en mexicano, pero si le gusta…”
- Las pillas al vuelo, ¿eh?
- No lo sabes tú bien.
- JAJAJA. Va, te toca.
- ¿Quién me toca? ¡Si estoy sola!
- No te hagas la tonta. Quiero mi pista.
- Ah, vale, ya se me había olvidado jijiji
“Sí claro, a ver si te crees que no sé que intentas jugar conmigo”.
- Y voy yo y me lo creo.
- Es verdad. Estoy medio dormida porque me acabo de levantar. ¿Alguien que me haga el desayuno?
- Bueno… si quieres que te lo haga, te lo hago, y arreglamos del tirón tu hambre y tu soledad. Pero antes suelta pista.
- Bueno, la pista es una pregunta. ¿Falda o pantalón?
- JAJAJAJA ayer ya fue pantalón ;)
- ¿Eso significa que falda?
- Chi ;)
- Goloso.
- Jugona.
- JA eso te gustaría. Que jugara más.
- Bueno, puede que sí, puede que no.
- Es que sí. Tú lo sabes y yo también. A ver si te crees que me la puedes pegar a mí, chico duro.
- No creo que pueda.
- ¿Ahora vas de víctima?
- ¿Lo soy?
- Lo serás.
- JAJAJAJA ya me va bien serlo ;)
- ¿Seguro?
- Siempre funciona, ir de víctima siempre funciona.
- ¿Te está funcionando?
- ¿Me está funcionando?
- Puede. Le cuestión no es ir o no de víctima, la cuestión es serlo.
“Es buena esta tía. Es buena… y está buenísima”
- Sales muy guapa en la foto de perfil.
- Pues ahora estoy horrible, estarías espantado si me vieras. Me tendré que tomar algún brebaje para mantener mi aspecto juvenil.
- Anda ya, si eres un bellezón. Mándame una foto para verte.
- JA eso es lo que quieres tú. Que te mande fotitos.
“Manda, manda, manda, mándame un par de fotos, y cuanto más enseñes mejor”
- Claro, has dicho que estás fea y no te creo. Quiero pruebas.
- Pero es que serían fotos… picantes… que siempre duermo con poca/ninguna ropa.
“¡Será guarra! Joder cómo me pone esta tía”.
- Bueno, eso yo no te lo he pedido.
- Ahí has estado bien. La pregunta es si las quieres.
- La pregunta es si las quieres mandar tú, guapa.
- [image]
La foto era un selfie en la cama hasta el pecho. Se podía vislumbrar que no llevaba nada más, al menos camiseta. No se le veía nada más pero dejaba lugar a la imaginación. Le mandaba un beso en la foto. Estaba desaliñada.
- ¡Joder! Pero si eres preciosa. ¿Qué decías del desayuno? ¿Te lo llevo?
- Luego estaré más guapa para ti, te lo prometo. ¿Desayuno a las 8 de la tarde? Unas 12 horas tarde, ¿no crees?
- Yo si quieres te lo llevo.
- No hace falta, tonto. ¿A qué hora quedamos? ¿Dónde?
- ¿Ahora? Donde estés. No hace falta que te vistas.
- JAJA vas un poco rápido, ¿no crees?
- Demasiado lento para lo que me gustaría.
- No te vayas a salir en una curva.
- Me quiero perder en tus curvas.
- Si te portas bien puede que algún día.
- Algún día… espero que pronto.
- Depende de cómo te portes.
- ¿Me estoy portando mal?
- No lo sé, ¿te estás portando mal?
- No, para nada. Estoy siendo muy bueno.
“jejeje… me voy a portar peor que mal. Te voy a dejar fina.”
- Entonces a qué hora quedamos, guapa.
- Propón.
- ¿10? ¿En Lavapiés?
- Ok, a las 10 en la parada del metro. Ciao guapo, me llaman.
- ¿Quién?
Damián no obtuvo respuesta.
- Un beso niña, hasta las 10.
“Joder… esta tía es la hostia”.
Eran las 8:10 tenía poco margen ya que además tenía que bajar a pasear al perro.
Tras volver de la calle con Kan se metió en la ducha, se masturbó pensando en Lara y se arregló. Vaqueros, botas, una camisa y una cazadora. Llegó puntual y perfumado a la cita.
A las 10:15 ella emergió desde el metro. Lo llenaba todo de luz. Llevaba una falda corta negra, medias oscuras, unos botines, una chaqueta gris y el pelo suelto. Subía meneando el bolso, el culo y la sonrisa ante la atenta mirada de los mirones de alrededor.
Ella le besó a él en la boca y le cogió la mano. Él pensaba ir más cauto, pero ya iba la cosa encarrilada. Se paró a mirarla.
- Estás preciosa.
- Gracias, tú también estás guapo.
- Eres preciosa.
Ella le besó de nuevo.
La velada transcurrió como era de esperar. La complicidad era latente en el ambiente, las sonrisas iban y venían y cualquier excusa era buena para cruzar un beso, o dos.
Al final él se insinuó. Ella se dejó. La invitó a subir a su piso a lo que ella protestó. Insistió. Ella volvió a rechazar su oferta. Dos cervezas después él volvió a insistir. Ella accedió. Tras abrir la puerta ella le empujó directamente sobre el sofá y se abalanzó a su boca. Lo último que él recuerda fue el chillido de su perro
Damián despertó y vio a Lara de pie, llena de sangre. Se sobresaltó pero su cuerpo no reaccionó. Movió la cabeza, que era lo único que respondía y analizó la habitación. Estaba todo lleno de sangre. La cabeza de Kan estaba cercenada de su cuerpo. Intentó gritar, sin éxito.
Damián alcanzó a ver su reflejo en el espejo del armario. Tenía el pecho abierto, que estaba completamente vacío. Tampoco parecía tener genitales. No tenía órganos y a pesar de ello se mantenía sorprendentemente vivo.
- ¡Hola guapo! Tranquilo, no te va a doler nada. En cuanto me vaya te volverás a quedar dormido, esta vez para siempre, lo siento. Va, tonto, sonríeme que ha sido bonito. Me llevo algunas cosas que necesito – y señaló una bolsa que parecía llena de cosas viscosas. – No las vas a necesitar más. – y señaló el vacío que reinaba en el pecho y vientre del chico. - También me llevo tu portátil. Puede que luego vuelva a por más cosas.
Le dio un suave beso en los labios. Damián estaba paralizado. La cama era una bañera de sangre. Intentó hablar… sin éxito de nuevo. A fin de cuentas no tenía pulmones.
Lara pudo ver su cara de pánico. Sonrió.
- Qué esperabas… las brujas siempre hemos sido malas. Además, tú mismo dijiste que te iba bien ser la víctima. Ciao bambino.
Y tras guiñarle un ojo salió volando por la ventana.
Un lugar llamado Maidea
jueves, 26 de febrero de 2015
jueves, 22 de enero de 2015
¿Quién será?
Bajó los escalones de tres en tres a grandes zancadas descontroladas por la prisa. Su gesto de angustia daba a entender que se estaba jugando la vida, que cada segundo le valía, cada instante, cada suspiro. Con una mano apretaba contra su pecho una carpeta de la que sobresalían unos papeles que tendían a escapar por cada esquina, en realidad intentaba sujetar esos papeles con todas las partes del brazo, incluso con la barbilla. Con la otra mano rebuscaba en el bolsillo de su americana un T-50 para poder adentrarse en los dominios de las serpientes metálicas que reinan en nuestras vidas, en Barcelona.
Ante su situación le dejé pasar, me miró apenas un instante, de pasada, pero en el fondo sé que me estaba infinitamente agradecido. Metió su tarjeta en la ranura, pero apretó demasiado y la arrugó, la máquina se la escupió, la miró con desesperación y odio, le cambió el sentido y la volvió a meter, ahora el torno sí le dio paso, pero él fue demasiado rápido y chocó directamente contra la barra de hierro antes de desbloquearse. Su gesto, visto desde detrás, me dio a entender que se estaría acordando de sus muslos al menos un tiempo. En la segunda intentona sí pasó. Leyó las indicaciones de las vías y giró a la izquierda. Yo que entré justo detrás de él, seguí mi camino, contrario al suyo, y traté de imaginar qué cosa tan urgente le hacía ir tan descontrolado. Súbitamente me adelantó a toda prisa maldiciéndose por su error.
Corría un poco patizambo y descoordinado, sin duda por la bolsa que le colgaba del hombro que debía contener un portátil bastante pesado, los zapatos con la suela gastada tampoco le debían ayudar. Mi vista le perdió cuando el túnel del metro hizo su giro y oí el ruido del tren llegar. Yo no tenía ninguna intención de correr a pesar de tener algo de prisa, así que cogería el siguiente con la certeza de que ya no volvería a ver a aquel individuo. Me sorprendí al verle recogiendo un gran montón de papeles del suelo mientras una chica de unos catorce años se intentaba levantar. Le tendí la mano a la chica mientras aquel señor decía un escueto “Lo siento” y comenzaba una carrera de unos 15 metros hacia unas puertas abiertas que lanzaban su agonizante pitido. La puerta se le cerró en las narices. Por mucho que apretara el botón no conseguiría abrirla y el tren comenzó su monótono andar.
Le pegó una patada al suelo, maldijo en varios idiomas y se puso a mirar en la dirección contraria por donde había visto marcharse su esperanza de llegar a tiempo. Esperaba una luz y el tiempo le debió parecer una eternidad en la que miró infinitas veces el reloj de pulsera metálica que llevaba en la muñeca derecha. A los cuatro minutos las puertas de un nuevo gusano se abrieron y se adentró en el interior con una velocidad asombrosa sin esperar a que la gente saliera y desocupara el tren, con lo que se llevó más de una mirada recriminatoria. Cuando me acomodé en mi esquina decidí no abrir mi libro y le busqué con la mirada. Tras un enorme señor ataviado con un abrigo de cuero negro se encontraba él, medio aplastado, intentando poner orden a su maraña de papeles. Por primera vez me fijé en su cara. Era mayor de lo que me imaginaba, el pelo engominado se le había despeinado, los grandes ojos castaños y las pobladas cejas daban una impresión de abandono a su delgada cara de mentón cuadrado, como de papel. Esos ojos desesperados con las cejas enarcadas buscaban un orden y un sentido a sus papeles sin numerar, me pareció una persona tremendamente débil, indefensa e insegura que se perdía en la inmensidad de un traje azul marino. Tardó tres paradas en poner orden a todo y hasta la quinta no cesó de mirar el reloj, de buscar el nombre de la estación de su destino. Seguramente lo que esperaba era un milagro, tele transportarse para llegar más rápido. Sin embargo el tren caprichoso no reanudaba la marcha y la voz robótica de una señora nos invitó a salir del mismo para la desesperación del desquiciado individuo.
Aunque en un principio me hiciera gracia, la verdad es que me fastidió. Salí del metro y le vi caminar a toda prisa en busca de la salida. Emergí a la superficie donde estudié los recorridos del bus en una estación poblada de gente. La historia del señor que se desarmaba me ayudó a despejar la mente del día duro que me esperaba mientras veía Barcelona amanecer desde el asiento del autobus. Me bajé veinte minutos más tarde de lo esperado y un poco más adelante vi que de un taxi salía él, hablando por teléfono y camino de la acera se tropezó con el bordillo. Esta vez tuvo suerte, mantuvo el equilibrio pero el móvil salió volando y se desarmó en varias piezas al golpear el suelo. Lo recogió, lo montó y se irguió sujetando con una mano la carpeta y con la otra la bolsa, era más alto de lo que me había parecido antes.
Las curiosidades de la vida le hicieron entrar poco antes que yo en el mismo edificio.
Subí a la novena planta donde abracé a mi persona de confianza, me guió hasta su despacho y dijo: “Te presento a tu abogado, es una máquina. Serio, firme, seguro y controlado”. Sonreí al verle. Él alineó los papeles, se levantó poniendo un falso semblante serio y seguro, digno se colocó la chaqueta y me tendió la mano.
Se la estreché intuyendo que perdería el juicio.
Ante su situación le dejé pasar, me miró apenas un instante, de pasada, pero en el fondo sé que me estaba infinitamente agradecido. Metió su tarjeta en la ranura, pero apretó demasiado y la arrugó, la máquina se la escupió, la miró con desesperación y odio, le cambió el sentido y la volvió a meter, ahora el torno sí le dio paso, pero él fue demasiado rápido y chocó directamente contra la barra de hierro antes de desbloquearse. Su gesto, visto desde detrás, me dio a entender que se estaría acordando de sus muslos al menos un tiempo. En la segunda intentona sí pasó. Leyó las indicaciones de las vías y giró a la izquierda. Yo que entré justo detrás de él, seguí mi camino, contrario al suyo, y traté de imaginar qué cosa tan urgente le hacía ir tan descontrolado. Súbitamente me adelantó a toda prisa maldiciéndose por su error.
Corría un poco patizambo y descoordinado, sin duda por la bolsa que le colgaba del hombro que debía contener un portátil bastante pesado, los zapatos con la suela gastada tampoco le debían ayudar. Mi vista le perdió cuando el túnel del metro hizo su giro y oí el ruido del tren llegar. Yo no tenía ninguna intención de correr a pesar de tener algo de prisa, así que cogería el siguiente con la certeza de que ya no volvería a ver a aquel individuo. Me sorprendí al verle recogiendo un gran montón de papeles del suelo mientras una chica de unos catorce años se intentaba levantar. Le tendí la mano a la chica mientras aquel señor decía un escueto “Lo siento” y comenzaba una carrera de unos 15 metros hacia unas puertas abiertas que lanzaban su agonizante pitido. La puerta se le cerró en las narices. Por mucho que apretara el botón no conseguiría abrirla y el tren comenzó su monótono andar.
Le pegó una patada al suelo, maldijo en varios idiomas y se puso a mirar en la dirección contraria por donde había visto marcharse su esperanza de llegar a tiempo. Esperaba una luz y el tiempo le debió parecer una eternidad en la que miró infinitas veces el reloj de pulsera metálica que llevaba en la muñeca derecha. A los cuatro minutos las puertas de un nuevo gusano se abrieron y se adentró en el interior con una velocidad asombrosa sin esperar a que la gente saliera y desocupara el tren, con lo que se llevó más de una mirada recriminatoria. Cuando me acomodé en mi esquina decidí no abrir mi libro y le busqué con la mirada. Tras un enorme señor ataviado con un abrigo de cuero negro se encontraba él, medio aplastado, intentando poner orden a su maraña de papeles. Por primera vez me fijé en su cara. Era mayor de lo que me imaginaba, el pelo engominado se le había despeinado, los grandes ojos castaños y las pobladas cejas daban una impresión de abandono a su delgada cara de mentón cuadrado, como de papel. Esos ojos desesperados con las cejas enarcadas buscaban un orden y un sentido a sus papeles sin numerar, me pareció una persona tremendamente débil, indefensa e insegura que se perdía en la inmensidad de un traje azul marino. Tardó tres paradas en poner orden a todo y hasta la quinta no cesó de mirar el reloj, de buscar el nombre de la estación de su destino. Seguramente lo que esperaba era un milagro, tele transportarse para llegar más rápido. Sin embargo el tren caprichoso no reanudaba la marcha y la voz robótica de una señora nos invitó a salir del mismo para la desesperación del desquiciado individuo.
Aunque en un principio me hiciera gracia, la verdad es que me fastidió. Salí del metro y le vi caminar a toda prisa en busca de la salida. Emergí a la superficie donde estudié los recorridos del bus en una estación poblada de gente. La historia del señor que se desarmaba me ayudó a despejar la mente del día duro que me esperaba mientras veía Barcelona amanecer desde el asiento del autobus. Me bajé veinte minutos más tarde de lo esperado y un poco más adelante vi que de un taxi salía él, hablando por teléfono y camino de la acera se tropezó con el bordillo. Esta vez tuvo suerte, mantuvo el equilibrio pero el móvil salió volando y se desarmó en varias piezas al golpear el suelo. Lo recogió, lo montó y se irguió sujetando con una mano la carpeta y con la otra la bolsa, era más alto de lo que me había parecido antes.
Las curiosidades de la vida le hicieron entrar poco antes que yo en el mismo edificio.
Subí a la novena planta donde abracé a mi persona de confianza, me guió hasta su despacho y dijo: “Te presento a tu abogado, es una máquina. Serio, firme, seguro y controlado”. Sonreí al verle. Él alineó los papeles, se levantó poniendo un falso semblante serio y seguro, digno se colocó la chaqueta y me tendió la mano.
Se la estreché intuyendo que perdería el juicio.
viernes, 8 de febrero de 2013
Llegando a San Valentín
Metro Tirso de Molina. 9,15h
Está sentada en su asiento con los ojos verdes perdidos en algún lugar entre el recuerdo y la esperanza. Aunque lo intenta disimular llora, y lo hace desconsoladamente en su interior.
Es guapa, lleva un piercing centrado en el labio superior y luce una melena de color cerveza. Sus vaqueros ajustados de ese color que no es ni gris ni negro sucio muestran una figura atlética. Sobre los hombros le pesa una chupa de cuero abierta y debajo una camiseta ancha color crema. Es joven pero hoy es aún más niña e indefensa.
Un sonido de gota de agua y se abalanza a su bolso del que saca su móvil con la esperanza de recibir un mensaje que... pero tras un segundo de lectura se le rompe la cara, el gesto, el corazón y el alma. Le brota un sollozo disimulado y una lágrima intrépida se lanza al vacío de su mejilla.
La seca rápidamente, suspira y se pide calma. Traga. Sale lo más digna que puede del metro.
Pero yo la he visto, yo sé que no tendrá flores en San Valentín.
Está sentada en su asiento con los ojos verdes perdidos en algún lugar entre el recuerdo y la esperanza. Aunque lo intenta disimular llora, y lo hace desconsoladamente en su interior.
Es guapa, lleva un piercing centrado en el labio superior y luce una melena de color cerveza. Sus vaqueros ajustados de ese color que no es ni gris ni negro sucio muestran una figura atlética. Sobre los hombros le pesa una chupa de cuero abierta y debajo una camiseta ancha color crema. Es joven pero hoy es aún más niña e indefensa.
Un sonido de gota de agua y se abalanza a su bolso del que saca su móvil con la esperanza de recibir un mensaje que... pero tras un segundo de lectura se le rompe la cara, el gesto, el corazón y el alma. Le brota un sollozo disimulado y una lágrima intrépida se lanza al vacío de su mejilla.
La seca rápidamente, suspira y se pide calma. Traga. Sale lo más digna que puede del metro.
Pero yo la he visto, yo sé que no tendrá flores en San Valentín.
Escrito para abrir debate acerca de San Valentín en Iniciativa Abierta
viernes, 21 de diciembre de 2012
La ducha de Laura
Laura se miró los pies mientras se duchaba. El agua caliente, casi quemando, se
escurría entre sus pies arrastrando la espuma y algunos pelos caídos de
su melena rubia. Pasó las manos por su vientre y lo apretó fuerte,
intentando exprimirse la grasa. Deseaba en su mundo imaginario que toda
esa asquerosidad que llevaba dentro saliera de su cuerpo y se la llevase el agua, junto con la
espuma, junto con los pelos, junto con toda la frustración que portaba en su vida.
Poco más tarde, ataviada con su toalla despejó un poco de vaho del espejo y se miró la papada, los mofletes y las mollas de los brazos. Se deshizo de la toalla y observó con asco los lomitos de la cintura, la grasa de los muslos y su culo.
Ese espejo le escupía verdades que odiaba a sus 19 años.
Llena de ira y desesperación se montó en el peso: 37,8Kg
Poco más tarde, ataviada con su toalla despejó un poco de vaho del espejo y se miró la papada, los mofletes y las mollas de los brazos. Se deshizo de la toalla y observó con asco los lomitos de la cintura, la grasa de los muslos y su culo.
Ese espejo le escupía verdades que odiaba a sus 19 años.
Llena de ira y desesperación se montó en el peso: 37,8Kg
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